La mala costumbre de acostumbrarse
- Christian Giovanny Barreto P.
- 30 abr 2018
- 2 Min. de lectura
Hay razones para creer que la vida está llena de fatalidades, si ella misma ya no es una. Además, la rutina parece confirmar esta teoría, atrapándonos en un bucle interminable de desgracias. La existencia transcurre en un transporte público colapsado, codazos, empujones, palabrotas (si hay suerte, atestiguar una pelea), inseguridad, abuso y otras vicisitudes; un sistema de salud deficiente cuyos hospitales asemejan salas de espera a corredores de la muerte; médicos autómatas y sin vocación, un servicio feudal que prolonga la vida de algunos y da la espalda a otros; un herrumbrado sistema judicial que adolece de toda justicia, socavando cada tanto los principios que se supondría lo rigen. Los días siguientes son deja vú.

Es así que uno(a) se descubre en el centro de un artilugio implacable, una máquina cuyos engranajes no casan, pero que aun así gira con la fuerza de un tornado, sin desarmarse. Y finalmente la resignación ante aquella visión nos lleva a la costumbre. Y comenzamos a pensar “pero si solo soy un número, hay sobrepoblación, todos los días muere gente, el gobierno antes da abasto, para qué quejarse, la vida es así, de algo uno(a) se tiene que morir, yo solo qué voy a poder hacer (…)”. Pero por esa maldita manía de creer que el hombre o mujer es un animal de costumbres, es que las personas se vuelven malas y las malas peor. Uno se acostumbra a que el médico lo mire de reojo mientras le dice que lo que usted tiene no es una urgencia, si es que logra llegar donde el médico(a) y no lo devuelven por “atrevido(a)”. Pero resulta que el/la médico(a) también se acostumbró a soportar la rutina, y debió volverse fuerte y mecánico(a), y hasta malacaroso(a). En general, también uno se acostumbra al SISTEMA; es asimilado por seudópodos invisibles. Uno se fusiona sin luchar porque la costumbre nos vuelve mansos.
Y no es que yo quiera azuzar una revolución, y aunque lo quisiera difícilmente lo lograría porque estamos acostumbrados a bajar la cabeza, a rumiar los lamentos y a continuar. También entiendo que no es fácil enfrentar el sistema establecido – aunque el sistema, el Estado o como quiera llamársele no es una abstracción, ni una serie de edificaciones. Es gente acostumbrada a gobernar como se ha venido haciendo; acostumbrada a vernos acostumbrados a bajar la cabeza-, acepto que me sentí más número que cualquiera cuando se realizó el último censo. Pero nunca me acostumbraré a nada. Eso se lo dejo a las estatuas, que siempre miran fijamente, y aunque les dé el agua y el sol no se mueven. También habrá detractores que digan que este tema es un refrito. Lamentable por ellos porque si así lo creen es porque están acostumbrados y no quieren oír lo mismo.
Incluso si parece que mis quejas son solo viento contra concreto, no voy a acostumbrarme a colocar la otra mejilla. Y esperaría que nadie lo hiciera, porque la costumbre es moho e inactividad.
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